(Dibujar una alternativa al modelo de defensa vigente es una revisión por parte de su autor del texto inicial titulado «Dibujar una alternativa de lucha por la paz y al modelo de defensa vigente», de Juan Carlos Rois)
Los desmanes de las guerras, las mediáticas y las invisibilizadas, siguen causando sus estragos entre las víctimas directas de aquellas, principalmente la población más vulnerable, mujeres, niños y ancianos, que en realidad son quien llevan la peor parte. También en el resto de los sitios ante la preocupación emocional y el temor a que nos salpique la guerra que vemos desde lejos.
Parece que la propaganda con que nos asaltan a todas horas, por fin, ha hecho que la posición de nuestra sociedad gire, entre el estupor y el miedo al contagio, hacia las justificaciones militaristas de siempre. Lo dice la Cadena Ser: gracias al nuevo clima, casi la mitad de la población está a favor de aumentar el gasto militar y de la mayor implicación bélica de España (lo que de paso quiere decir que más de la mitad no está de acuerdo con tales desatinos, aspecto que se obvia en la sesgada noticia para mantener contra viento y marea la vuelta de tuerca militarista impuesta por la élite de nuestro nuevo-viejo despotismo “hilustrado” de toda la vida y contra el sentir de la gente).
Así y todo, sigue habiendo una gran parte de la gente del común que repudia la guerra y aspira a otra paz menos sospechosa; gente que no se resigna a tragar las píldoras de adoctrinamiento militarista con las que nos quieren confundir.
Pero si a la causa de la paz por la que apostamos y cuyo favor nos visibilizamos en público le sobran razones tanto éticas como políticas o del mero sentido común para oponerse sin paliativos a la guerra (a cualquier guerra y a cualquier ejército, incluido el propio), sin embargo nos falta dibujar un horizonte alternativo de paz; es decir, qué otra paz y cómo alcanzarla.
Es así como, junto con el no a la guerra, no se reivindica en nuestro panorama (y hasta donde yo sé y a salvo de la honrosa excepción del posicionamiento de los insumisos e insumisas firmantes del manifiesto “insumisión a todas las guerras” y del sector más antimilitarista del feminismo) ni una metodología de eficaz lucha por la paz desde abajo, ni una propuesta para la “desinvención” de la guerra. Menos aún una alternativa “de contraste” que confrontar con la apuesta militarista rutilante.
Muchas veces nos hemos preguntado: pero entonces, esa izquierda alternativa que aspira a transformar las sociedades, ¿qué modelo de seguridad o de defensa plantea? ¿el mismo modelo militar, pero con retoques para evitar sus más indeseable y agresivos perfiles? Cuando dice “no a la guerra” ¿propone una alternativa diferente al militarismo? ¿tiene un modelo alternativo a la defensa militar para construir la paz? ¿plantea un itinerario para dotarse de dicha alternativa y quitar poder al modelo militar? ¿aspira sólo a una paz armada, a una paz armada menos beligerante y más humanista? ¿considera que serán los ejércitos nuestros aliados naturales, en un momento dado, de la transformación radical que requiere nuestro desquiciado mundo?
Puede que sí y que yo no me haya enterado, pero a juzgar por lo que trasciende al común de los mortales, entre los que modestamente me incluyo, de su empeño e incluso de su reivindicación y agenda de prioridades no parece (no me lo parece a mí al menos) que tengan mucho relevante que decir y, menos aún, que proponer, más allá de las buenas intenciones de que haya paz, algo que como deseo compartimos casi todo el género humano sin que la rogativa al respecto sirva para mucho.
Tampoco parece que el tema del militarismo y de confrontarle una agenda antimilitarista con contenidos, fuera de la comprensible simpatía, forme parte de las prioridades de gran parte de los movimientos sociales de mayor empuje, ni que estos se apresten a introducir entre sus propias agendas la lucha la desinvención de la guerra o la desmilitarización de las sociedades.
Y si ese es el panorama en esas esferas transformadoras, ni que decir tiene que no es ni siquiera una idea suelta en la imaginación de las otras entidades de la sociedad civil, sea ésta lo que sea.
Daría la impresión de que la lucha por la paz con contenidos no constituye un fin en sí y no se abre paso en el griterío actual. Y, por si fuera poco, nuestra respuesta, que es todo lo fuerte que puede ser en proporción a las fuerzas con las que contamos, tampoco es lo clarividente que el momento requiere y sigue manteniendo viejas aspiraciones gastadas y hoy tan poco operativas, pero sin ofrecer un horizonte alternativo al abrumador militarismo que afirma la necesidad de ejércitos y aparatos de administración de la violencia institucional para garantizar la “defensa” frente a los “enemigos” de la sociedad.
Lucha por la paz. A la búsqueda de una agenda.
La lucha por la paz exige hoy no dejarse hurtar el término ni sus contenidos por quienes quieren decir guerra o paz armada y proclaman en su no a la guerra un sí a los ejércitos, al gasto militar, a la venta de armas y otras lindezas.
Conviene, al respecto, incorporar a la paz indefinida nuestros propios contenidos.
Yo propongo que enriquezcamos la idea armónica y conceptual de la paz con otra perspectiva algo diferente y, desde luego, más operativa para hacer de la paz un campo de lucha transformadora y no un mero sentimiento maleable y angélico, tantas veces al servicio de la quietud y la resignación. Porque la paz, para serlo, es ruidosa e inoportuna, sobre todo para los que la asimilan con la falta de conflicto:
- Lo contrario a la paz no es la guerra, sino la violencia rectora que domina nuestro paradigma global y que debemos denominar como de “dominación-violencia”.
- La lucha por la paz es la lucha antes, durante y después frente y contra la violencia rectora y contra las violencias directa, estructural, cultural y sinérgica en que se expresa aquí y en cualquier lugar. Y exige contraponer a éstas violencias, otras respuestas antagónicas de reconstrucción, resolución de conflictos, reconciliación e interrelación y hacerlo de forma coordinada y sin relegación en los cuatro planos de la violencia (figura 1)
- Una política de lucha por la paz exige simultánea, sincrónicas y coordinadamente desarrollar tres estrategias: 1) lucha social por la seguridad humana; 2) desmilitarización social y 3) participar de prácticas y experiencias de contraste que anticipen la cooperación-noviolencia.
- Las estrategias de lucha por la paz implicarán simultáneamente y sin relegación de tres dinámicas conjuntas: a) quitar poder al paradigma violencia-dominación, b) construir y llenar de contenido al paradigma cooperación-noviolencia y c) transferir y transformar recursos y capacidades desde el primero al segundo (si es posible) o eliminarlos por completo si no lo es (figura 2).
Figura 1
Figura 2.
En otra ocasión he propuesto agendas de acción que sirven para llevar a cabo esta lucha por la paz y contra la preparación de la guerra, por lo que remito a ello (https://www.grupotortuga.com/Paremos-la-guerra-Una-agenda-de) para no hacer excesivamente largo este texto.
¿Desarme frente a defensa armada?
Entre los lemas cada vez más desdibujados encuentro la reivindicación recurrente al “desarme”.
Si me apuran, yo no estoy de acuerdo con el desarme. O, mejor dicho, no lo reivindicaría.
No es que no sea bueno quitar del medio cuantas más armas mejor (y ojalá fuéramos capaces de invertir exponencialmente la actual escalada de armamentos de la que se lucran los señores de la guerra y sus cooperadores en los Estados), es que el desarme es insuficiente y desenfocado para construir la paz.
El problema de la paz es, perdonen que simplifique y me repita un poco, el problema de la violencia rectora en las relaciones sociales y con el resto del planeta.
Lo contrario a la paz no es la guerra, sino la violencia-dominación como paradigma del mundo que hemos construido, con las omnipresentes violencias directas, estructurales/sistémicas, culturales/simbólicas, y el modo en que la interrelación de todas ellas construye nuestro mundo.
Si quieren, la guerra actúa como un espejo amplificador de las violencias, como una sinergia de todas ellas, como una locura. Y como una visibilización de las violencias concretas y persistentes que “en tiempo de paz” permanecen ocultas, por muy operativas que sean.
Si quitamos las armas, pero mantenemos, pongamos por caso, la explotación sobre las personas o la expoliación sobre los recursos, o la violencia sobre el resto de la vida del planeta, o si no transformamos el constructo patriarcal, ni desaprendemos las prácticas sociales de la violencia, no tendremos paz. O no podremos decir que esta paz que designa el poder tenga contenidos más allá de la invisibilización de los conflictos y la vigencia rectora de las violencias y de la injusticia, eso sí, debajo de la alfombra para que no se note.
Peca, por tanto, el desarme por defecto, pues desarme sin transformación simultánea de ese marco rector equivale a pura retórica.
Aspirar al desarme es aspirar a más de lo mismo; las políticas de desarme o las de diplomacia entre estados (dicho sea de paso, las que se le ocurre al bando oficial cada vez que tiene que proponer una solución a las guerras que se hacen manifiestas) son las políticas que se han venido practicando hasta la fecha, sin que las sociedades se hayan transformado de una forma sustancial hacia la paz (al menos si entendemos por paz algo más que la disuasión mutua del terror y la ausencia de guerra). Si han servido para algo ha sido para mantener un cierto statu quo inestable y frágil que, como estamos viendo, ha sido incumplido y violentado siempre que los estados concernidos han podido obviarlo sacando de ello ventaja.
Porque la ausencia de guerra, como venimos diciendo, no equivale a la paz y más bien es un interludio entre guerras en el que nos dedicamos a prepararnos para la siguiente.
Yo no veo en qué sentido el desarme es una estrategia suficiente para el pacifismo y me tiro de los pelos cada vez que veo cómo, una y otra vez, lxs pacifistas seguimos reclamando miméticamente el desarme como lema y apuesta. ¿Pide el ecologismo que se habilite la energía nuclear para acabar con el despropósito ecológico? ¿Piden las feministas políticas meramente de igualdad jurídica para combatir de fondo el patriarcado? ¿Piden los sindicatos precarización del trabajo para luchar contra el paro y la desigualdad estructural? Bueno, pensando en nuestros sindicatos más conocidos puede que no sea un ejemplo afortunado, elimínenlo de la memoria.
El desarme peca, como digo, por insuficiente: limitar las armas no es construir la paz porque, sin otro tipo de estrategias simultáneas de transformación de las violencias y de construcción de estructuras alternativas de cooperación-noviolencia, que desplacen el papel rector de la violencia tanto en nuestras sociedades, como en nuestras prácticas, ideas y creencias, el desarme no resuelve el problema de fondo, sino que lo cronifica con paliativos cuando lo que se necesita son remedios curativos más radicales.
Pero es que tampoco el desarme, sin la concurrencia de otras estrategias de transformación, tiene ninguna posibilidad de limitar la eficacia de la guerra y su poder destructivo más que por un poco de tiempo y, como ha pasado con los grandes acuerdos de desarme, su `principal logro ha sido el de ayudar a las grandes potencias a deshacerse del material más obsoleto y sustituirlo por otro más sofisticado.
Aspirar a la total eliminación de las armas puede ser una idea loable, pero simplista desde el punto de vista de una estrategia de desinvención de la guerra y desarraigo de la violencia rectora.
Y por ello torpe desde el punto de vista de las aspiraciones pacifistas.
Y, por si fuera poco, es que la estrategia de desarme puede servir además al juego de intereses de los bandos enfrentados, o de alguno de ellos, pues se puede reclamar para descompensar al otro bando en beneficio del propio con el que compite no sólo en el plano militar, sino también en el tecnológico, financiero, etcétera donde el otro no pueda buscar un equilibrio.
Así se ha propuesto por las principales potencias antagonistas como parte de una estrategia de acorralamiento al otro bando en innumerables situaciones históricas, sin que dicho desarme haya producido en modo alguno menor circulación de la violencia o reducción de las polarizaciones del conflicto.
El desarme, visto así, sirve para preparar la nueva guerra, habitualmente la prolongación de una anterior.
Debo aclarar, llegado a este punto, que no quiero decir que debamos luchar contra el desarme, sino que éste no es nuestro escenario. Que desarmen ellos. Si hay desarme que lo haya. Y que dure. Pero la apuesta alternativa por la paz debe serlo más bien por ir más allá del desarme: por la transformación del paradigma de defensa y por la lucha irrestricta contra la violencia rectora.
Si a esto lo queremos llamar desmilitarización, o trans (de transformación) arme o con cualquier otro nombre, me da igual, siempre que sepamos que nuestra aspiración (y por ello nuestra agenda de lucha) no se sitúa en el desarme, ni únicamente en quitar poder al constructo militar, sino en dotarnos simultáneamente (es decir, a la vez, no después, en un tiempo futuro cuando hayamos alcanzado la santidad o la ataraxia o cualquier otro estado beatífico) de una alternativa al mismo en materia de seguridad humana.
El mito de la defensa militar
La violencia rectora en el mundo edificado por los humanos ha sido en gran parte la causante de la construcción de aparatos de defensa militar vigentes. Estos, aparentemente, están pensados para limitar el efecto perverso que provocaría el derramamiento generalizado de la violencia entre los seres humanos y las sociedades y para defenderse de la posibilidad de un ataque de otros, supuestamente siempre dispuestos a ello.
El mito fundacional de las sociedades es antiguo y proclama alguna suerte de acuerdo de desarme en favor de un ente administrador de la violencia que, haciendo uso del poder cedido, evitará la violencia privada. Hipotéticamente (es decir, es una fábula) este acuerdo sucedió in illo tempore entre ancestros proto-políticos que deambulaban libres pero temerosos en una cosa que llaman estado de naturaleza.
Este vaporoso acuerdo fundó la sociedad mediante la entrega de las armas de cada cual y de parte de la libertad originaria a dicho ente, llámese poder, rey, estado o como lo deseemos concebir, con capacidad de limitar, organizar y preparar la violencia legítima y de conjurar la ilegítima, todo ello a cambio de seguridad para los contratantes de dicho pacto originario de no ser atacados indiscriminadamente por cualquiera.
De ahí nacen los ejércitos, las policías, las fronteras, las leyes, los jueces y los castigos … Y la política, entendida prioritariamente como gestión y regulación de la violencia y creadora de la sociedad.
De ahí al montaje de estructuras de administración de la violencia y a la organización de ejércitos fue todo coser y cantar.
Según este mito, con sus pequeñas variaciones locales, lo que induce a los hombres a unirse es la violencia y la protección contra la misma y el origen de la sociedad no está en lo que el hombre hace y es capaz de construir, sino en lo que padece y en el miedo al otro.
Puede que el mito sea falso, como lo son otras tantas abstracciones que cada cual puede reconocer, pero funcionar, funciona de maravilla (también como éstas y si no, pregúntense por el dinero o por las monsergas que predican ciertos monseñores) y es plenamente operativo.
Los mitos tienen la capacidad de explicar por otros medios un cierto funcionamiento de las cosas y de aclarar por qué estas son como son y antes eran de otro modo. Contienen algo de verdad, mucho de fábula, mucho de resignación y otro mucho de sabiduría fatalista. Cumplen una suerte de capa ideológica de la sociedad de la que es muy difícil desprenderse porque casi nadie se pregunta por ellos ni los cuestiona.
La sociedad, así las cosas, se funda sobre un argumentario de defensa, sobre una práctica de violencia y en una idea de enemigo al que hay que limitar o vencer, tres ideas que no se cuestionan a pesar de su valor puramente especulativo y plagado de prejuicios y manipulación.
El paradigma vigente de defensa tiene su justificación menos mitológica en la vigencia de los objetivos y medios de dominación-violencia en la práctica intersubjetiva, social y cultural y se basa en una errónea definición de bienes merecedores de defensa, que confunde con intereses generalmente relacionados con un statu quo injusto, utilizando metodologías violentas que incluyen los ejércitos y la preparación de la guerra, así como otros medios de imposición violenta no necesariamente militares (ahora se nos habla de guerras híbridas para referirse a esta extensión de la confrontación violenta a otros aspectos no estrictamente militares, como la manipulación de la información, el uso de las migraciones o de otros medios para debilitar al enemigo, etcétera).
El paradigma vigente, al margen de otros mecanismos que pretenden ejercer el “monopolio de la violencia” se organiza en torno a los ejércitos, a la acumulación de armamento, a la estrategia y táctica militar y a la preparación de la guerra frente a enemigos irreconciliables ante los que en cualquier momento tendremos que actuar por la fuerza si no se avienen a negociar en las condiciones que consideramos asumibles la confrontación de intereses en juego.
Para ello contamos con un amplio repertorio de modelos de organización militar, que pasan por modelos de defensa estructurados en torno a armamentos nucleares, químicos o biológicos o radiológicos (NBQ-R) y basados en estrategias “preventivas” (es decir, que presuponen que el otro no estará tan loco como nosotros como para aceptar el uso de estas armas) de “destrucción mutua asegurada” o de “capacidad de primer golpe”; o concebidos en torno a ejércitos convencionales más o menos sofisticados y basados en masas de soldados o en el uso de tecnologías bélicas, que usan de estrategias basadas en la “defensa” periférica o de las fronteras o en defensa “en profundidad” o de defensa elástica y entrenados para la guerra convencional de toda la vida. Contamos también con modelos que hacen uso de lo que se denomina guerra asimétrica, con metodologías militares no convencionales, en los que no existe un frente de guerra al uso y que, ante la respuesta atípica del contendiente, combinan operaciones militares encubiertas, terrorismo de estado y otras muchas metodologías armadas y no armadas para derrotar al enemigo no convencional. Y por último la más reciente metodología de guerras híbridas, que incorpora la guerra por otros medios como la propaganda, los ataques informáticos a estructuras estratégicas, la lucha antiterrorista, el uso de las migraciones o de otros fenómenos para desestabilizar al oponente o los crecientes procesos de securitización; todo ello sin desconocer los modelos armados insurgentes.
Tanta defensa prometida pero hoy nos encontramos con la paradoja de que nuestro férreo orden social basado en la violencia rectora y en los no menos abrumadores y obsesivos sistemas de defensa, lejos de prevenir la violencia o de conjurar la inseguridad y el miedo, provocan el mayor de los miedos y la mayor de las inseguridades y, en vez de defendernos, son el principal motor de la agresión a la seguridad humana y ambiental.
¿Y si no es la defensa militar, qué nos queda?
Frente a las propuestas de defensa militar, e influenciados tanto por la traumática experiencia de las guerras mundiales como de la resistencia noviolenta experimentada en diversos escenarios y conflictos, surgió la idea de apostar por una defensa civil de las sociedades tanto en los casos de conflictos interestatales o intercomunitarios (defensa civil, defensa de base social), como en los de lucha por los derechos y aspiraciones de libertad de los pueblos frente a sus propios demonios o a potencias colonizadoras (resistencias civiles, desobediencia civil).
A decir verdad, los esfuerzos de los teóricos de esta metodología desarmada para apartarse de los ejércitos y de las guerras han acabado en callejones sin salida o bien sirviendo como un mero recurso complementario de una defensa militar, ya sea para cuando esta fracasa y no queda más remedio que resistirse de otro modo, o bien como una opción de “desgaste” del enemigo en una conflagración bélica en algunos escenarios en los que no es posible la defensa militar o han sido ocupados.
De este modo, han acabado no siendo tampoco alternativa al modelo de defensa militar, ya sea porque se establecen como un complemento de aquella, ya porque, aún sin pretenderlo, no se separan por completo del mismo modo de entender qué hay que defender y por tanto de salirse del paradigma de violencia rectora como ultima ratio.
Una visión alternativa a la que ofrece el argumentario militarista no puede participar de la creencia en que la violencia y su organización como defensa garantice ningún tipo de paz, ninguna suerte de seguridad humana o planetaria, ni ningún orden de justicia.
Por tanto, debe abominar de la guerra y de su preparación, de la resolución violenta de conflictos sociales o políticos, de la sumisión dócil de la gente a tal estado de cosas, del poder administrador de la violencia de los aparatos destinados a ello y de los sistemas de defensa y de seguridad militaristas que se mantienen en nuestro perjuicio, pero a nuestra costa.
Aspirar a una defensa alternativa no equivale a organizar la violencia de otro modo (“ejército ni el del pueblo”, que decía José Manuel Médem en un juicio social a los ejércitos que se realizó en el Ateneo de Madrid hace ya la tira de años), sino a organizarnos socialmente de forma alternativa, cooperativa y noviolenta.
Desde la noviolencia, por tanto, una alternativa a la defensa militar presupone aspirar no sólo a una metodología de enfrentamiento de los conflictos diferente, con resistencia civil y desobediencia, sino, también (y sobre todo) a una definición de la propia idea de seguridad alternativa, precisamente enfocada no tanto a la guerra, al enemigo, a las patrias y banderas y demás argumentarios al uso, como a la lucha contra la violencia rectora que se manifiesta tanto en la violencia directa, como en la estructural, cultural y sinérgica y que aspira más que a la “defensa” frente a hipotéticos enemigos mediante la organización de la violencia, el control social y la guerra, a la seguridad humana, la interdependencia y cooperación con todas las formas de vida y la sostenibilidad ambiental.
¿Defensa civil y resistencia como modelo alternativo de defensa?
Como hemos dicho más arriba, no en pocas ocasiones se ha constreñido la noviolencia en materia de seguridad y defensa a proponerla como un modo de defensa no armada para casos extremos de invasiones exteriores (una modalidad por tanto de defensa civil frente a invasiones) o de revolución interna con metodologías pacíficas para oponerse a la violencia interior, golpes de estado o regímenes tiránicos (podemos ver un ejemplo en los múltiples trabajos de Jean Marie Muller, de Andrés Boserup y Andrew Mack, o de Jacques Sémelin, de Michael Randle y otros tantos al respecto).
A la idea de defensa civil por medios no violentos o de defensa no armada ha servido la práctica de diversos pueblos, como el caso de la descolonización de la India frente al imperio (altamente militar) británico, las luchas noviolentas producidas contra el nazismo durante la segunda guerra mundial o contra el régimen soviético en Checoslovaquia o Hungría, o las revoluciones noviolentas de Birmania, Polonia, y otros ejemplos similares.
La historia ha sido testigo de la eficacia de una lucha no violenta persistente incluso para esos escenarios, pero ¿se agota el modelo noviolento en resistencias frente a tiranías o invasiones por medios pacíficos?¿no es un caso extremo? ¿qué diremos de la lucha social por los derechos civiles ejercida en países de democracia formal, como la encabezada por Luther King en EE.UU, o de luchas sindicales como la de César Chaves y los trabajadores pobres frente a las agroindustrias, o la de Rigoberta Menchú por la identidad indígena, o las ocupaciones de tierras de los sin tierra en Brasil, Paraguay y tantas otras regiones del mundo, o de la lucha por la naturaleza emprendida por Berta Cáceres y tantos otros luchadores sociales latinoamericanos? ¿No forman parte de la alternativa de defensa noviolenta?¿No lo hizo la insumisión en pro de la desmilitarización social en España, o la lucha de las plataformas por la hipoteca al interponerse frente a la violencia estructural de los desahucios de las familias más vulnerables, o la lucha social emprendida por las organizaciones de lucha por los derechos de inmigrantes sin papeles, de vulnerables sin derechos ni recursos, o de los pueblos semi olvidados y desechados por la racionalidad economicista frente a macro granjas, explotación de tierras raras y tantas otras agresiones violentas y depredadoras a la seguridad ambiental y humana?¿No lo hace la reivindicación y la militancia feminista?
¿El modelo de defensa civil o defensa no armada es el modelo de seguridad y defensa al que ha de aspirar la noviolencia el de defender los Estados, las instituciones o las sociedades de dictaduras o guerras? ¿No se trataría de una degradación de la apuesta noviolenta a defensa de un cierto statu quo por otros medios, a ser mero complemento o recurso en una dirección de la “defensa” que no se separe definitivamente del paradigma dominación-violencia?
La respuesta es, en mi opinión, que la defensa civil y la mera resistencia civil no son la defensa novioelnta. O al menos no lo es de la noviolencia como metodología de lucha que aspira a participar en la construcción de una alternativa global al paradigma de dominación-violencia descrito.
Llamamos la atención en que el enfoque de defensa civil o defensa sin armas propone una variación de medios de defensa, pero no de la propia idea de lo que hay que defender y que, a pesar de lo meritorio de su intención, no cumple plenamente con una propuesta noviolenta que rechace también el marco global de violencia rectora y que proponga luchar socialmente y de forma permanente por desaprenderla aquí y en estos tiempos “de paz” frente a las concretas y diarias formas en que somos agredidos por las violencias visibles e ocultas.
Y la suerte es que la experiencia cotidiana nos ofrece constantes ejemplos de esa otra noviolencia que actúa y lucha por un cambio de paradigma. Lo hace en la infinidad de luchas actuales que lo son contra otros aspectos de la violencia tradicionalmente alejados de la preocupación militar de la defensa, como es la lucha por los derechos sociales que el sistema recorta y niega, o contra la violencia que genera el sistema económico en forma de marginación, vulnerabilidad, desigualdad, pobreza o discriminación. O la lucha por la tierra y por el planeta que desencadenan tantos grupos ecologistas o comunidades de pueblo originarios, o la lucha por crear una cultura alternativa y miles de experiencias de creación de alternativas de empoderamiento social y poder popular.
Próxima entrega: Hacia un modelo alternativo. ¿Y si proponemos construir un modelo de defensa popular noviolenta?