Un abrasador relato de primera mano sobre la experiencia de crecer siendo gay en Siria; un viaje del acoso escolar a la religiosidad profunda, a la «terapia» pseudocientífica, al intento de suicidio y, finalmente, a la revolución.
(Nota de enpiededpaz.org: Este artículo ha sido traducido y publicado al castellano como parte de un acuerdo de colaboración entre Flores en Daraya y En Pie de Paz. La segunda parte -de las tres en las que se ha dividido la traducción del texto original completo- se publicará el viernes 28 de junio. )
Yo, el «anormal»
Fuente: Al-Jumhuriya, 5 de diciembre de 2018
Traductora (del árabe al inglés):
Alex Rowell
[Nota del editor: Este artículo forma parte de la serie «Género, sexualidad y poder» de Al-Jumhuriya. Fue publicado originalmente en árabe el 15 de noviembre de 2018.]
A mi madre, a pesar de todo.
1.
Viví mi infancia con un sentimiento de completa soledad que no tenía siquiera el privilegio de comprender. Cuando me convertí en un hombre joven y entendí la razón de esta soledad, me di cuenta de que había algo repugnante dentro de mí; algo exactamente como el insecto monstruoso en el que Gregor se convierte en la famosa novela de Kafka. Estaba plenamente convencido de que si esta fealdad interna mía se apoderaba de mí y se hacía visible para los demás, eso bastaría para verme correr la misma suerte que el propio Gregor: mi madre se disgustaría conmigo; mi padre querría matarme; mi hermana se avergonzaría de mí delante de los demás; y mis amigos y seres queridos se convertirían en bestias depredadoras que tratarían de destrozarme, o tal vez de arrojarme «desde lo alto»1.
1. (Una referencia a ciertos textos islámicos que ordenan esta forma de pena capital para las relaciones entre hombres del mismo sexo. La organización del Estado Islámico (ISIS) ha infligido este castigo en varias ocasiones.)
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Por supuesto, no llegué a saber todo esto a través del autoexamen a la manera de los filósofos o los sufíes. Primero, antes que nada, vino en dosis diarias -que dejan rasguño pero no matan- de rechazo externo y de ridículo; de algo casi parecido al odio, pero no del todo. Antes de darme cuenta de mi realidad entomológica al final de la escuela secundaria, el hecho de ser un hombre «afligido por la enfermedad de la atracción hacia los hombres», experimenté las consecuencias de mi fracaso en la realización de mi masculinidad social. Cometí una serie de graves errores entre los siete y los diez años de edad que me convirtieron a la velocidad del rayo de un niño tímido o «sensible» a los ojos de la gente, a un niño cuya extrañeza se mezclaba con algo de…. afeminamiento. Prefería las muñecas femeninas a los coches masculinos, y sentarme con las niñas y los niños tímidos y débiles en el patio de mi escuela primaria mixta, antes que correr con los niños fuertes y traviesos. Imitaba a las viejas actrices egipcias, moviendo las caderas para bailar como la hija de mi tía, más de una vez delante de la familia. La respuesta no tardó mucho en llegar: mi padre le arrancó la cabeza a las pobres muñecas de la casa después de un regaño feroz, y los chicos fuertes de la escuela me rompieron la nariz en una ocasión, y los dientes en otra. Sentí cómo una sospecha se adentraba en los corazones de los familiares, y una angustia en los ojos de mi familia mientras alababan a otros niños: «¡Qué hermoso es que un niño sea valiente y atrevido!» Después de eso, me lanzaban palabras como «niña», «maricón» y «mariquita»; palabras que me hacen sentir de nuevo al escribirlas hoy, cual marcas señaladas en mi piel. Incluso ahora, cuando me acerco a los 40 años, sigo sintiendo a mi pesar la vergüenza de ese momento, la vergüenza de que un niño sea afeminado, y por lo tanto un blanco legítimo del tormento..
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Me asombra ahora pensar que tenía sólo diez años cuando empecé a replegarme en mi mente. Me condenaron al ostracismo total, sin poder hablar de las causas de ese ostracismo ni siquiera con mi madre, la persona más cercana a mí. Una vez, en sexto grado, le insinué que me acosaban en la escuela, y ella me respondió con firmeza que debía ser fuerte y no saborear el papel de víctima. De ahí que yo no entendiera la necesidad, y ella tampoco tenía la intención, de defender mi derecho a ser diferente siempre y cuando no hiciera daño a nadie. Nadie pensaba así en mi mundo sirio a principios de la década de 1990. No, lo que ella quería decir era que tenía que trabajar «en mí mismo» en lugar de señalar a la sociedad; que tenía que ser fuerte en línea con las relaciones de poder preexistentes, no contra ellas; que tenía que «asimilarme» y comportarme según las reglas, y no pensar en mí mismo como víctima de ellas. En resumen, tenía que ser un chico como los demás. Así, antes de saber nada sobre sexo, intimidad, atracción, amor y todo eso, empecé a tomar conciencia de mi ser a través del odio hacia una parte profunda y establecida de éste, y de las largas horas que pasé solo en casa de una familia típica, donde planeé y soñé con mi nuevo yo: fuerte, atlético, querido, total y absolutamente masculino. A partir de ese momento, mi mente consciente se desprendió de mi naturaleza inconsciente, a la que comenzó a mirar con los ojos de un asesino plenamente al corriente de los resultados de sus acciones. Esa naturaleza tenía que ser descompuesta y reorganizada de nuevo; solo así lograría cumplir con los requisitos de la «asimilación».
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Me imagino ahora a un actor que comienza a interpretar un papel torpemente, haciendo que el público lo ataque con látigos de cuero. El tormento lo empuja a mejorar, así que empieza a ver a otros actores exitosos y a intentar copiarlos. No posee su talento natural, pero con el tiempo domina muchas cosas; rectifica su movimiento y su voz y controla sus emociones. En algún momento, comienza a pensar que ha logrado cierto éxito.
Algo parecido empezó a sucederme en la secundaria. Conocí a niños en la calle de nuestra casa y me obligué a jugar al fútbol con ellos. Comencé a ganar cierto respeto en la escuela gracias a una combinación de trabajo duro en los estudios y la capacidad de acercarme a los chicos fuertes y adoptar sus características. Los imagino ahora frente a mí con sus sonrisas audaces y su afecto fugaz. Recuerdo cómo, por ejemplo, en el fondo de mis febriles intentos de consumar la masculinidad, decidí que el refinamiento de mi discurso diario sugería debilidad y feminidad. Arranqué una página de uno de mis cuadernos y escribí una ridícula lista de todas las palabras ofensivas que escuchaba a mi alrededor, decidiendo empezar a salpicar mi discurso con obscenidades como evidencia de mi madurez y virilidad. En otra ocasión, me hallé junto con los poderosos matones practicando los ritos del ridículo, el rechazo y el tormento psicológico contra otro niño débil, pues nada mejor que el rechazo y el menosprecio hacia los «anteriores» compañeros expresa el éxito de uno mismo en su asimilación. Los látigos no desaparecieron del todo, pero fueron aligerados de manera alentadora. Y a partir de ese momento, no dejé de intentar mejorar mi «rendimiento» ni por un segundo.
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Sin embargo, con el tiempo, y con gran amargura, me quedó claro que mi masculinidad social no era el mayor de mis problemas, y que el actor aceptable en el que me había convertido no sería capaz de celebrar su éxito sin sentir que el suelo del escenario se había abierto bajo sus pies, lo que lo enviaba cayendo solo a un sótano oscuro y deprimente lleno de cucarachas y pesadillas. Los problemas empezaron desde el único lugar sobre el que mi mente consciente no tenía control: desde los sueños que empezaron a seducirme en ese momento, en los que no veía nada más que a los chicos fuertes y mal educados. Al principio no entendía el significado de estos sueños. No los relacioné con los hechos sexuales que conocería a través de novelas y conversaciones susurradas con los hijos de los vecinos. De todos modos, en ese momento no tenía ninguna idea sobre la homosexualidad y no sentía que estaba mintiendo o actuando cuando por aquellos días declaré con orgullo que amaba a una chica llamada Alia. ¡La amaba de verdad! Ella era hermosa y amable, y al hablar me hacía sentir inteligente y especial. Pero nunca la vi en mis sueños. Tampoco sentí nunca el deseo de tocarla, ni de descubrir qué había debajo de su ropa. Mi amor por ella era platónico, mental y parte de mi deseo latente de ser como todas las demás personas. En cuanto a mi verdadera atracción, más tarde me enteraría de que era para otros: para Rami, y Ziad, y para otro niño del que ahora no recuerdo nada más que su hermoso rostro y su risa malvada.
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Digo «más tarde» porque en verdad enterré la mayoría de los detalles de mi deseo sexual de ese período en las más oscuras profundidades de mi mente interna, dejándolos allí por muchos años. Ahora, mientras escribo estas líneas, siento que camino por una vieja casa abandonada llena de niebla. Mi descubrimiento y práctica de la masturbación, por ejemplo, me golpeo a ráfagas. Recuerdo que lo hice en ese primer período con escenas que combinaban a hombres y mujeres juntos; al principio, páginas calientes de novelas literarias, y luego, cuando la antena parabólica llegó a nuestra casa en 1996 o 1997, aparecieron imágenes y películas picantes. Reflexiono más y me doy cuenta de que me interesaban los cuerpos de los hombres, no los de las mujeres, pero sin admitirlo plenamente ante mí mismo en ese momento. No sé cómo explicar esto, ni creo que la mayoría de los heterosexuales sean capaces de entender esta alternancia entre el deseo y su repudio. No fue una negación consciente, sino más bien un borrado del deseo.
Más tarde también descubriría que la naturaleza humana era más libre en otros mundos sirios, en lo que nuestra lamentable lengua llama las provincias «atrasadas» y los barrios densamente poblados, y que la autoridad de la «vergüenza» y del «haram«2 era más ruidosa allí porque en realidad era menos eficaz, menos capaz de frenar el deseo de un hombre por otro hombre, o el de una mujer por otra mujer. En cuanto a los años de la primera floración de mi conciencia en los mundos educados y de clase media, sólo conocía una dicotomía única y suprema, sustentada por la religión y la educación juntas, consideradas sagradas tanto por los conservadores como por los emancipados: por un lado, una sociedad «natural», en la que los hombres desean a las mujeres (y las mujeres a los hombres, si se quiere más discretamente), y en la que los valores del amor, la estabilidad y la virtud giran en torno a la familia y sus ritos de matrimonio, procreación, crianza de los hijos, piedad y buena voluntad; y, por otro lado, los individuos «anormales», que eran una mezcla de enfermos mentales, depravados moralmente y de intenciones delictivas, y que constituían una amenaza para la juventud. Aquí no había nada más que el bien contra el mal.
2. (Lo que está prohibido por la ley islámica.)
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Sólo un tropiezo me bastó para comprender esta dicotomía entre el bien y el mal. ¿Cuándo ocurrió ese fatídico incidente? ¿Fue en el verano entre octavo y noveno grado? ¿O el que le siguió? No puedo estar seguro. Lo que recuerdo es que una conversación pasajera sobre sexo con uno de los hijos de los vecinos se convirtió en un juego de “Muéstrame y te mostraré”. No hicimos más que eso, y creo que ni siquiera sabíamos qué se podía hacer además de eso, pero repetimos el juego varias veces durante el verano, hasta que los adultos se enteraron, y se armó un escándalo. Me enteré de que el hijo del vecino había intentado jugar el mismo juego con otro niño, después de decirle que él y yo lo habíamos hecho, y que él estuvo de acuerdo con ello durante un tiempo, sólo para luego informar a los padres, incluso sobre la parte que me concierne. En toda mi vida creo que nunca he sentido una culpa como entonces; culpa y pánico y vergüenza y haram y todos los sentimientos y conceptos comparables. Los adultos me consideraron a mí y a los otros niños víctimas del hijo del vecino, ya que él estuvo implicado dos veces en el caso, y me las arreglé para convencerme a mí mismo de que eso era lo que había sucedido. A pesar de ello, se me dio a entender con gran seriedad que mis acciones me habían llevado al borde del abismo, y que nada -ni mis educados modales, ni mi arduo trabajo en la escuela, ni nada más- me salvaría si caía en él. Por primera vez en mi vida, oí hablar del Pueblo de Lot, y de cómo Dios hizo llover piedras sobre ellos para aniquilarlos por completo; y de cómo el Trono de los Misericordiosos3 tiembla ante el acto «anormal», así de irascible es Dios; y de cómo tuvimos que condenar al ostracismo y expulsar por completo al hijo del prójimo, para que él comprendiera las consecuencias de su vergonzoso acto.
Y eso es lo que hicimos.
3. (Es decir, el trono de Dios.)
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No niego que siento una mezcla de enojo y ridículo mientras cuento esta historia ahora: enojo por cuán asustado y aterrorizado me hicieron sentir por un incidente que ahora me parece tan tonto; y enojo cuando pienso que, dado el número de personas LGBTQ esparcidas por todo el mundo, el Trono de los Misericordiosos se ha transformado desde los tiempos de la Antigua Grecia en una mecedora. Pero esto es todo ahora. En ese momento, y durante más de doce años después, sólo sentí que mi auto-odio se profundizaba y expandía, y mi febril esfuerzo por matar al insecto que había dentro de mí se hacía más difícil y violento, hasta que finalmente llegué al verdadero borde del abismo: el borde de la muerte.
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Los homofóbicos más laxos -aquellos cuyos privilegios heterosexuales se manifiestan en su sentimiento de no sufrir ninguna compulsión por el asunto antes de expresar juicios similares a los del nazismo- creen que venimos de la nada: que no tenemos familias a las que amar y por las que preocuparnos; ni una sociedad que también es la suya, muchos de cuyos valores e ideas hemos absorbido, consciente e inconscientemente; ni una historia diversa y extremadamente antigua. Creen que no estamos divididos, como todos los humanos, en ricos y pobres, hombres y mujeres, globalizados y locales, creyentes y ateos, valientes radicales y tímidos conservadores: al contrario, nos creen un bloque uniforme, una moda pasajera, una broma fugaz, demonios que han «elegido» expresar sus deseos sexuales de manera incompatible con Dios, la «naturaleza» y la sociedad, para sus propios fines perversos.
De hecho, por la contra lógica a la que me suscribo ahora, encontraría muy atractivo darle la vuelta a esta imagen. Sentiría un fervor revolucionario si respondiera: Sí, nosotras lesbianas, gays y maricas, al ser francas sobre nuestras diferentes tendencias sexuales, somos sin duda parte de una gran conspiración contra ideas antiguas y modernas; religiosas y seculares; locales y universales; siempre y cuando la moral y la virtud humanas estén ligadas a las particularidades de la cópula. Sí, somos los desviados y débiles de este mundo, sus extraterrestres y rechazados. Cuando afirmamos nuestra diferencia, por un lado, y nuestro derecho a la vida, la dignidad y la igualdad, por otro, nos rebelamos necesariamente contra este sistema de «la moral de la cópula», no sólo por ser injusto contra nosotros, sino también por ser corrupto y corromper, construyendo una sociedad entera sobre la base de mentiras continuadas; una sociedad que, en el fondo, conoce la conflagración de sus deseos sexuales y su diversidad y que, al mismo tiempo, esconde esta diversidad en un mercado negro basado en el engaño, el secretismo y la miseria. Una sociedad en la que la gente se avergüenza de un amor que no daña a nadie, que no mata, ni roba, ni ejerce violencia, mientras que los que odian este amor no se avergüenzan de manifestar su deseo de matar a sus devotos. Una sociedad que prefiere hacer la vista gorda a las verdades en nombre del «ocultamiento», legitimando así la ceguera como forma de vida, y aceptando despojar a la gente de su humanidad en nombre de Dios, de la religión y de la «naturaleza», legitimando así la barbarie como una lógica en base a la cual todo el mundo debe relacionarse: Sí, queremos derrocar todo esto.
Y sin embargo, después del fervor revolucionario, vuelvo a pensar que la lógica de la confrontación radical sólo habla por una parte muy pequeña de mi realidad, y la de las personas LGBTQ que conozco en nuestra alegre región árabe. Hoy en día, en Siria, Líbano, Jordania, Palestina, Turquía, Egipto, Irak, e incluso Irán y los estados del Golfo, cualquier hombre puede descargar una aplicación para citas en su teléfono y conocer a miles de hombres gays: médicos, ingenieros, académicos, empleados, vendedores de rosas, periodistas, peluqueros, artistas, diseñadores de sitios web, DJs, entrenadores personales, conductores de camión, trabajadores sexuales; una enorme mezcla de todas las edades, formas y orígenes. Sólo una muy pequeña minoría de ellos son abiertos sobre su orientación sexual frente a su mundo heterosexual, en la forma defendida por el activista alemán Karl Ulrichs en la década de 1860, que se generalizaría un siglo después dentro del movimiento de los derechos de las personas homosexuales en los Estados Unidos: algunos viviendo una vida totalmente heterosexual de la que escapaban sólo en secreto por fugaces momentos de placer con personas anónimas; algunos viviendo una vida totalmente homosexual, llena de amigos y amantes y visitas a lugares «gay-friendly», públicos y privados, mientras se mantiene a familias y conocidos heterosexuales fuera de esa vida por completo; otros saliendo a la luz para algunos pero no para otros. Una mezcla singular y variada de ajuste y disfraz, de convivencia con estructuras de miedo y vergüenza (e incluso de reproducción de las mismas), y de huir de ellas en busca de una vida menos solitaria y cruel.
En realidad, contrariamente a estúpidos conceptos erróneos, antes de que personas LGBTQs «asalten» a sus sociedades con sus «planes malvados», se asaltan a sí mismas primero, y pueden pasar toda la vida haciéndolo. Antes de perturbar la vida de las personas «normales» felices en su bella y sagrada heterosexualidad, nos esforzamos internamente por comprender que nuestro deseo, que nos eligió a nosotros en vez de elegirlo nosotros él, no nos hace malvados reprobados o repulsivos desviados, sino que es simplemente una de las variedades de la naturaleza humana existente desde los albores de los tiempos. A pesar de la demonización de las religiones abrahámicas, esta variedad ha inspirado amor, nobleza y buena voluntad desde la era de Gilgamesh hasta la de James Baldwin. Si ha sido categorizada como enfermedad mental u hormonal durante unos noventa años oscuros, esto sólo ha sido el resultado de prejuicios y fobias. No somos nosotros los que descendimos de la «nada» de la sociedad heterosexual chovinista, sino que fue esta última la que se sentó en nuestros pechos y fluyó por nuestros poros y se apoderó de nuestras mentes e hizo que el auto-odio fuera el fundamento principal en el florecimiento de la conciencia de la vasta mayoría de nosotros. Por lo tanto, antes de enfrentarnos a esta sociedad, primero debemos desconectarnos de ella. En esta separación yacen los significados de nacimiento y liberación, aunque también implica un dolor terrible.
Raeef al-Shalabi es el seudónimo de un escritor sirio.